Escrito por: Joaquin Osorno Palacio.
Era la tercera vez que sus dedos
índice y corazón tocaban su garganta; el amargo de los ácidos gástricos
irritaban la boca y fluidos blancos corrían de sus nariz, el baño era el
escenario perfecto para descansar, la mierda y los orines se direccionaban al
desagüe, impulsados por el agua del grifo que desbardaba del lavamanos, olores,
vapores y colores que se condensaban como intentando unirse al cuerpo, un cuerpo
presente pero un espíritu ausente.
El viaje había sido brutal y la
noche no había comenzado, apenas desaparecía el sol y la capitana arreglaba las
mesas, limpiaba el piso, pero encuentra el baño con seguro; ella sólo informa a
su jefe, quien tiene el poder para destrozar la puerta, astillando grandes
zonas del mismo marco, era uno de esos días normales en los cuales se había
adelantado uno de tantos eventos.
El Ruso la esperaba siempre a la
salida, no sentía aprecio por el trabajo de La Capitana, pero con una abuela
enferma y una casa con cuentas que atender los trabajos se hacen necesarios.
Había dejado pasar oportunidades de su vida, estudio en el extranjero, trabajo
en otras ciudades y el amor de su vida.
Ella le había dado una última
oportunidad, oportunidad para dejar de vivir en el barrio el bosque y comenzar
una nueva vida, oportunidad para tener una vida calmada, oportunidad de
aumentar su familia y terminal la historia con “y vivieron felices”.
Pero su abuela era una mujer de
campo que siempre había vivido en el mismo lugar, pudo ver con el pasar de sus
años como la vereda el bosque se convertía en un barrio periférico de la
ciudad, con el pavimento y el asfalto parchaban las calles destapadas, aferrada
a los recuerdos el único patrimonio que nadie podría cambiarle a una señora de
setenta y cuatro años, la abuela resistía al cambio que sus nietos capitanes
rusos le pedían.
En palabras de la capitana – qué
podemos hacer- la cucha no quiere irse de la casa y yo no puedo dejarla sola si
quieren lárguense usted, así como se fue mi papá y mamá. El ruso era
mototaxista y aburrido de su vida, toma su casco, chaleco protector y sale a
trabajar, no tuvo tiempo de tomarse su aguapanela, estaba resentido con su
abuela, hermana y con su vida, la abuela había enfermado y los medicamentos no
los cubría el sistema de salud del país. Y después de tantos viajes se detiene
a tomarse una colombiana, aparece su amigo de la infancia, era uno de esos
personajes al que los padres le ponen un nombre extraño por dársela de
internacionales o por unir iniciales y de primerazo es un nombre difícil de
pronunciar, como si el mismo nombre resistiera a su existencia, así, que le
quedaba más fácil apodarlo como apodaban a todos, éste era el lobo.
El lobo con sus lentes oscuros para
ocultar, la traba permanente decide prestarle un dinero para que el ruso compre
algo de los medicamentos de la abuela, a cambio de permitir el tránsito libre
del campo a la ciudad de los Leñadores, por la finca de su abuela; los
Leñadores eran un grupo al margen de la ley de esas bandas que progresas, y su
estructura delincuencial se vuelve más compleja. Sin dinero y con necesidades,
el ruso toma el camino que su abuela le había aconsejado no tomar, el camino de
las decisiones fáciles.
Un mes después la abuela ya
recuperada pregunta al ruso por el transitar de esas personas armadas de esas
personas suyas y su nieto le cuenta la verdad, entran en una discusión, al
principio el nieto contiene toda pasión y quiere evitar el grito pero su abuela
lo mata cuando le recuerda por vez infinita que no sirve para nada, que es un
traga ñique, que es una carga que le dejó sus padre y que nuca va hacer alguien
en su vida, él responde con esa fuerza que sólo sale de lo más profundo del ser
– es que mientras usted viva en esta finca nadie será nada, ni mi hermana, ni
usted, ni yo – y se va de la casa, no
huya de los problemas, no quería lastimar.
El Lobo estaba perdido; aplicó a un
toque porque tenía que trabajar de noche y para tener energía en palabras del
Lobo –El polvito en la ñata es lo mejor-. Era incomodo hablar con una persona
que no dejaba de buscar sus dientes con la lengua, a pesar de eso, su energía
era tranquila, había noches en las que un cuadrito le causaba sensaciones en el
estómago y la cabeza, como esas mariposas del amor acompañadas por una
sensación de placer constante, con vientos refrescantes que recorrían su
estómago y ascendían lentamente, con el mismo efecto de los productos
mentolados, llegando a la cabeza, y escapándose por medio de la risa, se
abrazaba, no Narciso, pero sí queriéndose, era como encontrándose y amarse a sí
mismo sin ser vulgar y sin necesidad de
la masturbación, quien creería que tal intimidad ocurría en El Tronco, el bar
donde La Capitana trabajaba como mesera.
Esa tarde La Capitana llegó a
trabajar normal y El Lobo, cliente fiel de El Tronco ya consumía, era cliente
preferencial, de los que entran al negocio y se sirven solos. Antes de despegar le pide a La Capitana que
le guarde un paquete y se lo entregue al otro día, sólo que no habría otro día
para El Lobo. Su cuerpo sale cubierto por entre el marco astillado del baño y
no termina de salir el cadáver y La Capitana comienza a asear el baño, recoge
los excrementos y utiliza todos los detergentes, por último, agua caliente.
Pasan las horas y El Ruso espera a
su hermana, un borracho sentado cerca a la entrada deja caer de sus labios
brillantes largas tiras de babas y cabecea, se percibe una pelea, se resiste a
caer y cabecea una y otra vez, pero sus sentidos no le responden y pierde, su
cabeza cae contra el mundo, un mundo duro, que lo esperaba y El Ruso es testigo
de su golpe, pero ya es insensible a ese tipo de cosas, de la misma forma que
se es insensible al comerse el cadáver de un pollo o, a almorzar al medio día
viendo noticias de muerte. Su hermana
sale y juntos se van para la casa en su moto.
En el camino su hermana nota que El
Ruso tiene menos cabello y recuerda que asociaban el rojizo de su pelo con lo
ruso, por qué y a quién se le ocurrió, nadie se acuerda, así que estaba
perdiendo lo ruso. Se acercaban a casa y
poco a poco sentía el calor, un calor que hacía pensar en la cama, un calor que
hacía pensar en la aguapanela que no se tomó en la mañana, el calor de los
besos de su abuela, pero al llegar se encuentran con un calor que iluminaba sus
caras, el fuego vivo provocando algo, quemando la casa, pero provocando algo,
quietos en la moto, sin cascos, porque en la noche no era reglamentario,
alguien dijo: - A esto le falta algo-.
Y corrieron al viejo tractor a
sacar gasolina, viejo tractor que era la bomba de gasolina casera, viejo
tractos con pimpinas cercanas y recuerdos lejanos, deciden bordear la finca,
por esos límites donde ya no había alambre de púas, y hasta donde la gasolina
alcanzara, antes de aumentar la llama, cantan la canción de cuna que su abuela
les había enseñado, con las que tantas veces habían soñado, canción
interminable, una canción que acompañaba el avivamiento del fuego, una canción
de vida, una canción con la que decían adiós; una canción de despedida, una
canción con la que morían animales y sin saberlo, personas heridas de los
leñadores; una canción de muerte. El
paquete tenía las riquezas de todo ser espiritual; porros, delicadamente
armados, como por ritual, por la seriación y fragilidad de sus papeles,
fotografías con personas desconocidas, eran fotografías de treintaiunos de
diciembre, siempre vivía acompañado por personas insospechadas, en momentos
simples, y junto a recibos de compraventas, estaban veinte mil pesos con los
que compraron avío para el viaje, un viaje a la casa de sus padres.
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