APOCALIPSISRafael Aguirre Sepúlveda
Mira ya como a través del humo
blanquea el alba.
D. Alighieri. Purgatorio, canto XVI
Desde el observatorio astronómico de Mauna Kea, en el pico más alto del Pacífico, Hawai, lo divisaron por primera vez; lejos, muy lejos, un mero fulgor en su pequeñez de lejanía lo hacía ver inofensivo. Pero algunos hombres de ciencia cautos, de esos de quienes se dice no tragan entero, porfiaron con sus computadoras y mediante cálculos complejos vaticinaron la hecatombe. La trayectoria de esa cosa enorme se dirigía hacia el planeta azul de nuestro sistema solar: hacia nuestro propio mundo.
Primero decían que era un meteoro, después que un meteorito y cuando se fue agrandando y se veía llegar como una coz del demonio, dijeron que era un asteroide y hasta le pusieron nombre propio: Terminator. El pánico cundió entre la comunidad científica primero y en la población mundial después. Sin embargo, y a pesar de su desplazamiento a más de 160 mil kilómetros por hora, había tiempo para pensar, calcular, proyectar y ejecutar un plan para enfrentarlo y hacerlo inocuo con la tecnología existente. Dicho plan consistió en ir a su encuentro e inyectarle cientos de megatones a través de bombas nucleares instaladas en la nariz de un gran proyectil y al cual le pondrían el nombre de Superterminator. El mismo poder que se usó para exterminar pueblos, servía ahora para salvar a la humanidad.
Con meticulosas operaciones de cálculo y mediante un operativo relámpago, se diseñó y construyó el mayor y más potente cohete jamás visto sobre la tierra. El engendro tecnológico fue lanzado para chocarlo contra el asteroide destructor. La titánica pelea entre Superterminator y Terminator hizo que millones de seres humanos contuvieron la respiración.
Superterminator llegó a su destino, dio en el blanco y cumplió con la misión de fragmentar a Terminador. Pero ocurrió lo impensable; fue como dirigir a un ser vivo una bala de cañón dividida en miles de perdigones. Cientos de pedazos del asteroide continuaron su fatídico rumbo, atravesaron nuestro escudo atmosférico a sesenta kilómetros por segundo y bombardearon nuestro hogar planetario sin misericordia. Por muchos minutos llovió fuego y desde su interior la tierra herida empezó a sangrar con más fuego que se sumó al que caía del cielo. Los volcanes apagados se activaron, los activos multiplicaron su furor y los océanos se enfurruñaron como nunca. El infierno se hizo mundo y el mundo se hizo infierno hasta que las civilizaciones se apagaron como bombillas rotas.
Mucho después, cuando por fin llegó la calma, ésta también se hizo infierno, pues por mucho tiempo ningún amanecer logró blanquear el humo y sólo al cabo de algunos años un sol rojo, como avergonzado, rompió un poco la desolación. El infierno sólo se había apagado un poco.
Parece que fue ayer que sucedió, pensarían (si pensaran) las primeras cucarachas rojizas que emergieron de entre las grietas calcinadas.
Dos seres humanos escuálidos y andrajosos salieron de una caverna formada por los escombros de un centro comercial. «Siempre se dijo que las cucarachas serían las más duras de exterminar», pronunció la voz masculina y la femenina afirmó: «Y era verdad. Los malditos bichos resistieron a la devastación… Pero para servir de alimento a los seres más duros de matar: los humanos». Así conversaron mientras llevaban a sus bocas crujientes cucarachas rojizas e impávidos descubrían el nuevo viejo mundo.
LA EMPRESA DE ORENCIO K48
Y a la postre de tantos siglos de dolor, de tantas y tan cruentas guerras inútiles, de tantas penas inherentes al diario vivir y de otras que se pudieron evitar, los humanos se volvieron tan insensibles, tan duros de corazón, tan fríos sus espíritus, que las lágrimas empezaron a ser cosa del pasado. Por algún mecanismo de defensa o por saturación de motivos para llorar, las glándulas lagrimales y sus conductos se atrofiaron hasta desaparecer por completo de la fisiología del dolor o de la alegría intensa, pues también desaparecieron los motivos para reír hasta llorar.
Hasta entonces había sido el ser humano el único animal que lloraba sobre la faz de la tierra, o casi el único, pues se constató que aquello de las lágrimas de cocodrilo era verdad.
Sin embargo, para muchas personas y ante determinadas situaciones era necesario llorar, sobre todo en los cortejos fúnebres de personajes importantes donde mostrar sendas lágrimas rodar por las mejillas era signo de alcurnia social.
Fue entonces cuando cobró inusitada validez la empresa de Orencio K48, quien en unos estanques que construyó en su casa de campo, se dio a la tarea de criar cocodrilos con el único fin de extraerles sus lágrimas, pues se cotizaban a buen precio y se acomodaban con naturalidad a los resecos ojos humanos en los supuestos momentos de tristeza o cuando era necesario mostrar algún lagrimón en sociedad.
No era fácil hacer llorar a un cocodrilo y esto hacía más ardua la labor en el zoocriadero de Orencio K48. Ellos, los cocodrilos, tenían capacidad de llanto pero cada vez era más difícil ordeñarles su acuoso sentimiento. Algunos lloraban ante la audición de canciones del folclor vallenato, otros ante las rancheras y a otros era necesario hacerles oír canciones de ópera.
Frasquitos con lágrimas de cocodrilo se exportaban a todas partes para humedecer ojos estériles y disfrazar de dolor la frialdad humana. Y para volver a vivir los lejanos días del desahogo.