Voraz

 

Autora:  Anayansi Ló.Ma.

Estupor.

Mis pies vagan inconscientes por las siete veredas, pasillos brumosos que guardan denso fanatismo. Los dedos desnudos chocan de frente a la pesada puerta de color naranja. Al correr la mirilla dentro de la oscura escena, un fuerte zumbido golpea mis sienes. Se eleva una densa nube de criaturas ruidosas y desagradables que miran al instante con sus miles de ojos. Danzan sobre mi frente dejando al descubierto una criatura de aspecto insaciable, enferma. Mira fijamente, ladea la cabeza burlona, sensual y muestra en su boca una sonrisa maligna, voraz.

La mesa está puesta.

Milton debió visitarlo también en sueños. 

El regalo

Autor: Hugo Mira

Alberto tiene 6 años y su mirada no se despega del carrito eléctrico

que tiene su amiguito en la caja de arena. Se lo ha pedido prestado

pero Alejandro lo miró con cara displicente y le dijo que no, mientras

le daba la espalda y seguía jugando con el camión que le habían

regalado sus padres por su cumpleaños. Marta la madre de

Alberto y Andrea la de Alejandro, conversaban en una banca

un poco alejada del arenal. Con el tiempo habían dejado de

preocuparse de sus hijos y se dedicaban a comentar las últimas

noticias de la pandemia, la cantidad de contagiados y muertos

del día anterior, quién iba a ganar la carrera para crear la vacuna

y lo más importante, quién se haría rico con todo eso. 

Alberto, que ahora no podía ver el carrito, miraba con rabia la cabeza

regordeta de Alejandro, y en un impulso que no sabemos cómo se

había formado, se abalanzó sobre él, tumbándolo boca abajo

y hundiendo su cabeza contra la arena hasta que dejó de moverse.

Ahora que Alejandro parecía dormido, Alberto pudo coger

el juguete que tanto le había gustado.

Aceite en el dominical

 Autor: Joneider Carrascal.

Verónica deja caer el aceite aromático de naranjas y canela sobre el pecho de Eduard, frota sus dedos en los pezones de él, ella por un momento siente un firme calor humano correr por su cuerpo, ¡siento algo!, ¿será puntos del deseo?... ¿Sabes una cosa?, últimamente no he dejado de pensar en ti, mientras trabajo, sentada en el comedor, mis piernas tiemblan y se humedecen, no dejo de pensar en lo que hacemos, o en lo que haremos al día siguiente al vernos, este deseo no lo puedo controlar y no lo quiero controlar, hoy quiero que me tapes la boca, dime palabras que aún no han sido pronunciadas por tus labios, no cierres las cortinas, me gusta la sensación de que alguien nos mire, creo que siempre tenemos unos ojos encima de nosotros, ven y bríndame tu cuerpo desnudo. Eduard se levanta y al colocarse la sotana le murmura a Verónica al oído, sal por la ventana, tengo otra fiel a la cual atender, mis servicios dominicales no se deben detener.

“Lucifer”. Autora: Anayansi Ló.Ma.

 

Hay muchas formas de cortar a alguien, ella lo descubrió aquella mañana cuando recibió la noticia como un golpe directo al rostro.

 

Corrió las cortinas y miró al exterior, la habitación se vio iluminada por un breve estallido de naranjas y amarillos. En un rincón del suelo, “Lucifer” de Jackson Pollock parecía formarse, aún húmedo. El día se frotaba los ojos adormilado.

 

Llevó los dedos al brazo derecho y lo recorrió con las yemas, pasándolas suavemente por la costra doliente, saltó hasta la cintura y en el costado, al levantar su camiseta percibió un olor fétido. Entonces miró la herida: segregaba un líquido blanquecino, rodeada de tonalidades violetas que se esparcían feroces por la piel.

 

Había una herida que dolía más que todas, pero no era visible.

 

Soltó bruscamente la cortina arrojándola hacia el cristal. Titubeó un momento al percibir el temblor en sus piernas, sacudiéndose al punto de conducirla a la orilla de la cama, forzándola a tumbarse. Una descarga de enojo y duda la levantó casi enseguida. Frente al espejo se preguntó si era feliz. La respuesta llegó un instante después.

 

El dolor y el miedo son aliados cuando se trata de arrojarnos al suelo con una sonrisa burlona.

 

Caminó molesta hasta la puerta y tomó un bolso del suelo, sujetando la base con una de las manos, aún estaba tibio.

 

Respiró profundo y corrió el cerrojo de la llave, titubeó. La vida como la conocía hasta entonces terminaba un paso fuera de aquella puerta.

 

Un vientecillo helado invadió su pecho, en el interior de la bolsa, adivinaba las pupilas dilatadas, ausentes, los labios que la maldecían constantemente, cerrados. Todo estaba terminado, podría tomar cualquier dirección y comenzar de nuevo. Curarse las heridas y dibujarles flores.

Nadie podría cuestionarla, su abuela decía que, “el valiente vive hasta que el cobarde quiere”.

Bajó las escaleras, sentía que los escalones los recorría flotando. El pasillo estaba oscuro, silencioso. Abrió la puerta que daba a la calle, enseguida se coló la luz acompañada de bullicio. Caminó sobre la acera con el rostro en alto, firme.

Al dar la vuelta en la esquina, justo antes de descender a las entrañas de la ciudad, extendió el brazo y arrojó sin más el bolso al interior del contenedor. Todo estaba terminado.

No se detuvo.

A veces hay que adentrarse en el rincón más oscuro para encontrar la luz, quería ver la luz. Enseguida los faros del vagón avanzaron hacia ella, mostrándole un nuevo rumbo.

El día se había despertado del todo, la abrazaba cálidamente. Subió serena al vagón, se miró las manos no había rastro alguno en ellas.

Miró a un niño frente a ella, le sonrió dulcemente. El vagón avanzaba.

 

Sin título autora: Beatriz Perez

 

No están. Ninguno de los dos. No están. Por más que los busco, no los

veo, no los veo. A Juan si, pero a los niños no. Me sumerjo, una y otra

vez, pero las aguas están turbias. No, no me digan que no más, por favor,

no me digan que no más. Los tengo que encontrar. El corazón me

aprieta, los tengo que encontrar.

Esta mañana el río estaba tranquilo y la aventura en canoa, lo más

esperado. Mis niños estaban tan felices, todo era nuevo para ellos, era su

primera aventura en los manglares.

Salimos a la hora acordada, el trayecto estuvo tranquilo. No sé como la

canoa se volteó, todo fue como en cámara lenta, cuando me levanté para

coger a mis niños se cayeron, primero el pequeño, luego el mayor, me tiré,

a Juan no lo vi. Los sentía en la punta de los dedos, pero no lograba

agarrarlo, por más que me esforzaba no lo lograba, los perdía de vista, lo

intenté muchas veces, todas las veces que me lo permitieron.

¿Ahora entiende porque quiero dormir por cien años?