Hay muchas formas de cortar a alguien, ella lo descubrió aquella mañana cuando recibió la noticia como un golpe directo al rostro.
Corrió las cortinas y miró al exterior, la habitación se vio iluminada por un breve estallido de naranjas y amarillos. En un rincón del suelo, “Lucifer” de Jackson Pollock parecía formarse, aún húmedo. El día se frotaba los ojos adormilado.
Llevó los dedos al brazo derecho y lo recorrió con las yemas, pasándolas suavemente por la costra doliente, saltó hasta la cintura y en el costado, al levantar su camiseta percibió un olor fétido. Entonces miró la herida: segregaba un líquido blanquecino, rodeada de tonalidades violetas que se esparcían feroces por la piel.
Había una herida que dolía más que todas, pero no era visible.
Soltó bruscamente la cortina arrojándola hacia el cristal. Titubeó un momento al percibir el temblor en sus piernas, sacudiéndose al punto de conducirla a la orilla de la cama, forzándola a tumbarse. Una descarga de enojo y duda la levantó casi enseguida. Frente al espejo se preguntó si era feliz. La respuesta llegó un instante después.
El dolor y el miedo son aliados cuando se trata de arrojarnos al suelo con una sonrisa burlona.
Caminó molesta hasta la puerta y tomó un bolso del suelo, sujetando la base con una de las manos, aún estaba tibio.
Respiró profundo y corrió el cerrojo de la llave, titubeó. La vida como la conocía hasta entonces terminaba un paso fuera de aquella puerta.
Un vientecillo helado invadió su pecho, en el interior de la bolsa, adivinaba las pupilas dilatadas, ausentes, los labios que la maldecían constantemente, cerrados. Todo estaba terminado, podría tomar cualquier dirección y comenzar de nuevo. Curarse las heridas y dibujarles flores.
Nadie podría cuestionarla, su abuela decía que, “el valiente vive hasta que el cobarde quiere”.
Bajó las escaleras, sentía que los escalones los recorría flotando. El pasillo estaba oscuro, silencioso. Abrió la puerta que daba a la calle, enseguida se coló la luz acompañada de bullicio. Caminó sobre la acera con el rostro en alto, firme.
Al dar la vuelta en la esquina, justo antes de descender a las entrañas de la ciudad, extendió el brazo y arrojó sin más el bolso al interior del contenedor. Todo estaba terminado.
No se detuvo.
A veces hay que adentrarse en el rincón más oscuro para encontrar la luz, quería ver la luz. Enseguida los faros del vagón avanzaron hacia ella, mostrándole un nuevo rumbo.
El día se había despertado del todo, la abrazaba cálidamente. Subió serena al vagón, se miró las manos no había rastro alguno en ellas.
Miró a un niño frente a ella, le sonrió dulcemente. El vagón avanzaba.
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